Pues, aunque aún estoy de vacaciones (hasta el día 2, Dios mediante) me he propuesto ir recuperando la dinámica del blog como una forma suave de reentrada en la rutina laboral. Les confieso que no sé qué me va a salir.
Hace ya un tiempo que quería comentarles algo sobre fiscalidad, en concreto de la llamada “fiscalidad verde” y de lo mucho que están desgastando la palabra “Sostenibilidad” nuestra inefable clase política pero el hecho de estar escribiendo en una terraza con vistas a la ría de Arousa, esperando a que me sirvan un Albariño y una tapa de calamares me temo que suavizará mi juicio en demasía y seré mucho más benévolo de lo que el tema y sus protagonistas requiere. No me lo tengan en cuenta.
La “fiscalidad” es el sistema impositivo, el conjunto de normas que regulan las tasas y los impuestos. Es el sistema básico de financiación del Estado y de las instituciones públicas y desde que, allá por el neolítico, los seres humanos comenzaron a organizarse en ciudades estado, siempre ha sido objeto de polémica, debates, disputas y hasta guerras y revoluciones.
En los sistemas democráticos occidentales, entre los países serios y asentados, excluyendo expresamente “paraísos fiscales”, podemos establecer dos visiones extremas como Estados y como sociedades respecto a la fiscalidad. En un lado estarían los Estados Unidos, un país que se fundó a partir de una revolución contra los impuestos de la corona británica y en el que los servicios públicos son escasos debido a que, en general, los incrementos de impuestos son un tema tabú para la mayoría de la sociedad y de la clase política.
En el otro extremo estarían los arquetipos de estado del bienestar de las democracias nórdicas, como Suecia o Noruega, donde el Estado cubre áreas que para un estadounidense serían impensables a cambio de una fiscalidad mucho más elevada y donde un amplio porcentaje de ciudadanos se muestra satisfecho de pagar impuestos e incluso le parecería adecuado pagar más, obviamente a cambio de mayores servicios públicos.
Evidentemente, como estados democráticos, en ninguno de estos dos extremos la sociedad es ideológicamente homogénea y, en esta cuestión, hay propuestas e ideologías divergentes, aunque siempre en bandas muy distantes.
En la zona intermedia se situarían los países latinos, donde hay grupos que opinan que se deberán incrementar los servicios sociales (suelen olvidar decir que habrá que subir los impuestos) y otros que opinan que hay que bajar los impuestos (y también suelen olvidar que eso significa reducir los servicios sociales... bueno, o bien utilizan eufemismos como “mejora de la eficiencia mediante la concesión de la gestión”) y con una abundante porcentaje de población al que no le preocupa si son altos o bajos… mientras él mismo pueda escaquearse de pagarlos. Eso sí, es el primero en exigir que las carreteras estén bien asfaltadas y que las calles estén limpias.
Uno de los temas de economía y finanzas en los que los habituales lectores de prensa hemos tenido que hacer un acelerado máster en los últimos tiempos ha sido la fiscalidad y los sistemas de financiación pública. Creo que hemos visto que el incremento de la presión fiscal no significa automáticamente una reducción del déficit público pues, debido al descenso en la actividad que precisamente ese incrementó de la presión puede provocar, resulta que la recaudación líquida final es todavía inferior. Hemos visto como debe existir un equilibrio entre la presión fiscal a las empresas, a las rentas de capital y a los ciudadanos, a las rentas del trabajo. En general, como tantas cosas en la vida, la clave está en el equilibrio.
En el estado social y democrático de Derecho que anuncia la Constitución de 1978, la fiscalidad tiene una intención adicional a la de la mera recaudación. El llamado, y ahora tan cuestionado según unos, tan en peligro según otros, "Estado del Bienestar", la fiscalidad cumple una función de redistribución de rentas. Los impuestos están diseñados para que, en teoría al menos, paguen más los que más tienen y mediante la gratuidad de servicios o infraestructuras y programas sociales de ayuda directa, las diferencias sociales se vayan limando. Esta función es propia del IRPF que sigue siendo, con diferencia, la principal fuente de ingresos de la Administración Pública.
Los impuestos indirectos, aquellos que suponen sobrecostes en precios de consumo, tienen un matiz injusto y poco ajustado a la progresividad, hacen pagar más al que más consume pero es posible consumir más por tener una mayor renta disponible y ser, digamos, sibarita, o bien por tener u a familia numerosa a la que mantener.
Tienen, sin embargo, los impuestos indirectos, básicamente el IVA, una virtud que los hace interesante desde el punto de vista de fomentar o desincentivar determinados ámbitos de consumo o ciertas actitudes: si el Gobierno, como decisión política, decide que es bueno que los ciudadanos consuman bienes culturales puede aplicar un IVA reducido a los libros o a las entradas de teatro.
Pero, además, hay otras formas de imposición indirecta que, supuestamente, pretenden maximizar este efecto de incentivar o desincentivar determinadas conductas: los impuestos especiales que incrementan los precios del alcohol o del tabaco son dos ejemplos de ello.
Otro ejemplo de impuesto especial es el de los combustibles y aquí comenzamos ya a encontrarnos con tonos verduscos en la fiscalidad, pues se supone que el impuesto sobre los combustibles desincentiva el uso de vehículos a motor y más en concreto de vehículos privados… pero no se lo crean demasiado.
Los seguidores más o menos asiduos de este modesto diario creo que ya sabrán cuál es uno de sus lemas habituales: la herramienta más eficaz en la que puede apoyarse la normativa ambiental, para el cumplimiento de sus fines, es el mercado.
En ese sentido, y lo repetiremos las veces que haga falta, la internalización de los costes ambientales, si es efectiva, produce avances que la sistemática de permisos, inspección y sanción no lograrán jamás.
En ese sentido, la fiscalidad verde puede ser una herramienta eficaz pero deben cumplirse ciertas condiciones y, sobre todo, debe ser creíble y coherente con los objetivos.
El penúltimo caso de “mascaras caídas” es el del “backloading” de derechos de emisión de gases de efecto invernadero. El objetivo del sistema es la lucha contra el cambio climático mediante la reducción de las emisiones mediante la internalización de costes ambientales… pero bien, en estas que las emisiones se han reducido por los efectos de la crisis y todos deberíamos estar satisfechos por el objetivo conseguido… pero claro, esas reducciones mantienen el precio del derecho de emisión muy bajo y las expectativas de recaudación que tenían los estados miembros de la UE por la subasta de derechos se han esfumado y…. ¡presentan una propuesta para retirar derechos del mercado, alterar el precio artificialmente para elevar lo recaudado en las subastas!. ¿En qué quedamos?, ¿el objetivo del sistema es luchas contra el cambio climático…. o recaudar dinero?.
Pero la palma creo que se la lleva la reforma del mercado energético español que se está llevando a cabo en España. Es cierto que algo había que hacer pues la torpeza y cobardía de los sucesivos gobiernos había conseguido que, a pesar de tener uno de los precios de la electricidad más altos de Europa, lo que lastra la competitividad de todos los sectores, se hubieran acumulado 24.000 millones de euros de déficit. Una situación aberrante e inexplicable.
La aprobación de la Ley 15/2012 de medidas fiscales para la sostenibilidad energética, a pesar de la rimbombancia del nombre, en mi humilde opinión, sus objetivos parecen ser exclusivamente económicos, lo cual no sería esencialmente malo si no fuera a costa de demoler una de las pocos triunfos que, aunque sea de una forma muy poco sostenible, tenía el sistema energético español como era la elevada la pujanza de la producción renovable, especialmente la eólica y la solar y el gran desarrollo que ha tenido los sistemas de cogeneración en la industria.
Para que se hagan una idea y para que no me acusen de acercar siempre el ascua a mi sardina, una de las medidas que me llevan a esta reflexión es la aplicación de un impuesto destinado al autoconsumo eléctrico producido por particulares. ¿Qué puede ser mejor para el medioambiente y para el propio sistema eléctrico que los propios consumidores generen su propia energía mediante sistemas renovables de pequeño tamaño, tomen de la red energía cuando les falte y viertan a la red cuando les sobre?... pues el desarrollo de la ley, que concreta algunas medidas de la reforma, crea la llamada “tasa de respaldo” que penalizará económicamente esta practica.
En fin, seguiré con el Albariño y con los calamares. Me estresan mucho menos. La semana que viene les cuento otras cosas.
En el estado social y democrático de Derecho que anuncia la Constitución de 1978, la fiscalidad tiene una intención adicional a la de la mera recaudación. El llamado, y ahora tan cuestionado según unos, tan en peligro según otros, "Estado del Bienestar", la fiscalidad cumple una función de redistribución de rentas. Los impuestos están diseñados para que, en teoría al menos, paguen más los que más tienen y mediante la gratuidad de servicios o infraestructuras y programas sociales de ayuda directa, las diferencias sociales se vayan limando. Esta función es propia del IRPF que sigue siendo, con diferencia, la principal fuente de ingresos de la Administración Pública.
Los impuestos indirectos, aquellos que suponen sobrecostes en precios de consumo, tienen un matiz injusto y poco ajustado a la progresividad, hacen pagar más al que más consume pero es posible consumir más por tener una mayor renta disponible y ser, digamos, sibarita, o bien por tener u a familia numerosa a la que mantener.
Tienen, sin embargo, los impuestos indirectos, básicamente el IVA, una virtud que los hace interesante desde el punto de vista de fomentar o desincentivar determinados ámbitos de consumo o ciertas actitudes: si el Gobierno, como decisión política, decide que es bueno que los ciudadanos consuman bienes culturales puede aplicar un IVA reducido a los libros o a las entradas de teatro.
Pero, además, hay otras formas de imposición indirecta que, supuestamente, pretenden maximizar este efecto de incentivar o desincentivar determinadas conductas: los impuestos especiales que incrementan los precios del alcohol o del tabaco son dos ejemplos de ello.
Otro ejemplo de impuesto especial es el de los combustibles y aquí comenzamos ya a encontrarnos con tonos verduscos en la fiscalidad, pues se supone que el impuesto sobre los combustibles desincentiva el uso de vehículos a motor y más en concreto de vehículos privados… pero no se lo crean demasiado.
Los seguidores más o menos asiduos de este modesto diario creo que ya sabrán cuál es uno de sus lemas habituales: la herramienta más eficaz en la que puede apoyarse la normativa ambiental, para el cumplimiento de sus fines, es el mercado.
En ese sentido, y lo repetiremos las veces que haga falta, la internalización de los costes ambientales, si es efectiva, produce avances que la sistemática de permisos, inspección y sanción no lograrán jamás.
En ese sentido, la fiscalidad verde puede ser una herramienta eficaz pero deben cumplirse ciertas condiciones y, sobre todo, debe ser creíble y coherente con los objetivos.
El penúltimo caso de “mascaras caídas” es el del “backloading” de derechos de emisión de gases de efecto invernadero. El objetivo del sistema es la lucha contra el cambio climático mediante la reducción de las emisiones mediante la internalización de costes ambientales… pero bien, en estas que las emisiones se han reducido por los efectos de la crisis y todos deberíamos estar satisfechos por el objetivo conseguido… pero claro, esas reducciones mantienen el precio del derecho de emisión muy bajo y las expectativas de recaudación que tenían los estados miembros de la UE por la subasta de derechos se han esfumado y…. ¡presentan una propuesta para retirar derechos del mercado, alterar el precio artificialmente para elevar lo recaudado en las subastas!. ¿En qué quedamos?, ¿el objetivo del sistema es luchas contra el cambio climático…. o recaudar dinero?.
Pero la palma creo que se la lleva la reforma del mercado energético español que se está llevando a cabo en España. Es cierto que algo había que hacer pues la torpeza y cobardía de los sucesivos gobiernos había conseguido que, a pesar de tener uno de los precios de la electricidad más altos de Europa, lo que lastra la competitividad de todos los sectores, se hubieran acumulado 24.000 millones de euros de déficit. Una situación aberrante e inexplicable.
La aprobación de la Ley 15/2012 de medidas fiscales para la sostenibilidad energética, a pesar de la rimbombancia del nombre, en mi humilde opinión, sus objetivos parecen ser exclusivamente económicos, lo cual no sería esencialmente malo si no fuera a costa de demoler una de las pocos triunfos que, aunque sea de una forma muy poco sostenible, tenía el sistema energético español como era la elevada la pujanza de la producción renovable, especialmente la eólica y la solar y el gran desarrollo que ha tenido los sistemas de cogeneración en la industria.
Para que se hagan una idea y para que no me acusen de acercar siempre el ascua a mi sardina, una de las medidas que me llevan a esta reflexión es la aplicación de un impuesto destinado al autoconsumo eléctrico producido por particulares. ¿Qué puede ser mejor para el medioambiente y para el propio sistema eléctrico que los propios consumidores generen su propia energía mediante sistemas renovables de pequeño tamaño, tomen de la red energía cuando les falte y viertan a la red cuando les sobre?... pues el desarrollo de la ley, que concreta algunas medidas de la reforma, crea la llamada “tasa de respaldo” que penalizará económicamente esta practica.
En fin, seguiré con el Albariño y con los calamares. Me estresan mucho menos. La semana que viene les cuento otras cosas.