jueves, 20 de noviembre de 2014

El principio de precaución y la viruela (I)



Esta es una de esas entradas con las que hago tantos "amigos"... y les cuento: es que últimamente estoy oyendo citar mucho el "principio de precaución" en un sentido que me preocupa, sí, cuando se habla de Organismos Modificados Genéticamente, de nanotecnología o de fracking,  pero también cuando se habla de química.

En una ocasión, con motivo de una jornada organizada por tres entidades privadas sobre cierto sistema informático de transacción de datos medioambientales entre las industrias y el Gobierno Vasco, alguien se empeñó en afirmar algo que, jurídicamente, era completamente incorrecto.

Cuando me tocó intervenir, no me quedó más remedio que contradecirle respetuosamente y explicando previamente que, con tantos científicos como había en la sala, no se quedaría sin respuesta que alguien dijera algo como, por ejemplo, "el número pi es 6,28"... Y es que es cierto que, el Derecho, como ciencia que analiza y trata de dar pautas al comportamiento humano, ofrece muy pocas certezas, y las que nos quedan, tenemos que defenderlas.

Aún así, se supone, la función esencial de los juristas, de todos aquellos que teorizan, escriben, interpreta y aplican Derecho, es la de dar seguridades.

Ya... han leído esta última frase se les ha escapado un ligero mohín y han pensado, "jo, pues esto de ser jurista debe ser muy frustrante, es como si a un ingeniero se le caen todos los puentes que construye..." y no van del todo desencaminados, no se crean.

Una de las  herramientas básicas con las que cuenta el Derecho para dar certeza a la normativa son los "principios interpretativos" o, como el Código Civil los denomina, "los principios generales del Derecho".

Hay unos cuantos principios que son universales y, en principio, inmutables en el tiempo, hay otros que derivan de pautas políticas, legitimadas por la democracia y tan válidas y exigibles como las anteriores y, por ultimo, hay otros que derivados de formulaciones científicas generalmente aceptadas, tras el filtro de la legitimidad democrática, se adoptan como nuevos principios.

En esta última categoría se podría clasificar el "principio de precaución", que tiene diversas definiciones pero que la Comisión Europea formula como:

"Según la Comisión, puede invocarse el principio de precaución cuando un fenómeno, un producto o un proceso puede tener efectos potencialmente peligrosos identificados por una evaluación científica y objetiva, si dicha evaluación no permite determinar el riesgo con suficiente certeza."

No voy a entrar a calificar el nivel de seguridad jurídica que ofrece una formulación como esta pero si me lo permiten, verán que se trata de una definición atemporal, que provoca que todo fenómeno, producto o proceso esté sometido a una evaluación y re-evaluación permanente, lo cual no es malo en absoluto, pero que, en su uso en un momento determinado tiende necesariamente a alargar extraordinariamente los plazos de puesta marcha de cualquier innovación, ante la inmensa inseguridad que subyace en la pregunta: ¿cuándo una certeza sobre un acontecimiento futuro es 'suficiente'?

Pues bien, como les decía, la alegación al "principio de precaución" en un momento puntual estará siempre asociado al estado del arte y los conocimientos científicos de ese concreto momento y... bueno, creo que en lugar de seguir contándoles este rollo, les voy a poner un ejemplo.

La viruela es la única enfermedad infecciosa realmente grave que el ser humano ha sido capaz de erradicar definitivamente, cuando la OMS así lo declaró oficialmente en 1980. Con algo de perseverancia, convenciendo a determinadas culturas de la necesidad de la vacunación, es previsible que en pocos años, la poliomielitis sea la siguiente.

La viruela es, o "era", una enfermedad causada por un virus, llamado "variola virus", transmitido por los fluidos corporales, igual que el ébola, y ha sido una de las enfermedades más devastadoras de la historia de la humanidad.

Sus síntomas incluían fiebre alta, fatiga y las características erupciones y ampollas, sobre todo en cara, brazos y piernas, que se llenaban de pus y dejaban en los supervivientes a la enfermedad con las marcas características de por vida. La tasa de mortalidad, en su variante más común y contagiosa, superaba el 30% y se cebaba especialmente en niños menores de 5 años.

En el año 1800, en España, se estima que 45 de cada 100 niños no superaba los 5 años. La viruela era responsable de muchas de aquellas muertes. 

El último caso conocido de contagio "natural" de viruela sucedió en Somalia en 1977. Desde entonces, solamente existe un caso conocido, provocado por una accidente de laboratorio en Birmingham, Gran Bretaña, en 1978, que provocó la muerte de una persona.

Pero la epopeya humana que culminó en aquella fecha de 1980 comenzó unos dos siglos antes.

Sitúense a finales del siglo XVIII. Para que se hagan una idea, hasta que en 1777, Lavoisier, uno de los padres de la química moderna, no terminó de desacreditarla, una de las formulaciones científicas más difundidas y aceptadas era la llamada "Teoría del Flogisto", según la cual, todo cuerpo susceptible de arder contenía una sustancia, común a todos ellos, llamada "flogisto" y la combustión era, básicamente la pérdida de dicha sustancia.

Otra "verdad" científica, ya en cuestión desde finales del siglo anterior, pero aún muy extendida, era la llamada "Teoría de la Generación Espontánea" en la que insignes pensadores como Decartes o Newton creyeron firmemente, y que decía que la aparición de hongos o levaduras probaba que la vida podía aparecer de forma espontánea en un recipiente cerrado. La teoría soportó el paso del tiempo, hasta que Louis Pasteur, bien entrado el siglo XIX, demostró que los microorganismos tampoco se generaban espontáneamente. 

Fue ese estado de la ciencia en el que Edward Jenner, médico inglés nacido en 1749, realizaría los experimentos que conducirían a la vacuna de la viruela.

Había en aquella época antecedentes de inoculación, era bien conocido el escándalo que provocó en la Inglaterra de aquella época el intento de Lady Mary Montagu de importar las prácticas que, con motivo de sus viajes al Imperio Otomano había conocido, de inocular una dosis de fluidos corporales de enfermos en personas sanas como método de inmunización. Una práctica ciertamente muy arriesgada.

Entre 1770 y 1790 se publicaron varios artículos de investigadores ingleses y alemanes al respecto pero el mérito de Jenner tuvo más que ver con darse cuenta de que las lecheras que, debido a su estrecho contacto con las vacas, contraían la versión vacuna de la enfermedad (la viruela de la vaca), inmensamente más benigna que la variante humana, quedaban inmunizadas también frente a ésta.

Ligando sus conocimientos sobre la inoculación con este descubrimiento, el 14 de mayo de 1796, en lo que hoy sería considerado un experimento absolutamente contrario a un mínimo principio ético, Jenner inoculó fluido extraído de las ampollas que la viruela de la vaca había provocado en las manos de una lechera en el hijo de 8 años de su jardinero, llamado James Phipps.

El niño tuvo algo de fiebre, más bien baja y un cierto malestar pero no tuvo más síntomas. Posteriormente, le administró suero de la variante humana de la enfermedad en varias ocasiones y no desarrolló la enfermedad.

Jenner publicó sus estudios con otros 23 pacientes y su teoría fue rápidamente aceptada por la comunidad científica y política hasta el punto de que Napoleón ordenó vacunar a todos sus soldados en fecha tan próxima como 1805 y es que el procedimiento era muy sencillo y accesible: bastaba con extraer suero de las ampollas desarrolladas por un inmunizado para inyectarlo en un amplio número de nuevos pacientes y así, sucesivamente.

¿Llevan la cuenta de las flagrantes violaciones del "principio de precaución" que llevamos en esta historia?... pues el próximo día les cuento otra, no demasiado conocida, que tiene por protagonista a un médico español y a la que el propio Jenner se refirió como:

"No puedo imaginar que en los anales de la Historia se proporcione un ejemplo de filantropía más noble y más amplio que este."


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(En la imagen: Edward Jenner. Pastel de John Raphael Smith. Wellcome Library Collection. Londres)

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