viernes, 13 de septiembre de 2013

Corresponsabilidad, que gran palabra


¡Libertad!
¡Qué gran palabra para el preso!
¡Carcelero!:
tú nunca podrás gozarla.

Jarcha - Cadenas (1976)

Hace ya mucho tiempo que la administración española se impone a sí misma obligaciones que no puede cumplir.

No creo que se hayan fijado nunca, hay que ser muy friki para fijarse en esas cosas, pero si se han detenido alguna vez a escuchar la fórmula de la promesa o el juramento que realizan los cargos administrativos y políticos cuando toman posesión, dice que se comprometen "a cumplir y a hacer cumplir la constitución y las leyes".
Esta fórmula nace del principio fundamental del Estado de Derecho, el gran logro social de las revoluciones burguesas del siglo XIX: nadie está por encima de las normas, ni siquiera el que las escribe y las promulga.

Eso implica que las Administración no puede saltarse sus propias normas, por necesidad y que tan responsable es de un incumplimiento normativo (y de las consecuencias que pudieran derivarse  del mismo) el particular incumplidor como la autoridad pública que, siendo consciente de la situación, no toma las medidas oportunas para impedir dicha conducta.

Los estudiantes de Derecho saben que el incumplimiento de una obligación puede estar motivada en la falta de voluntad o en la falta de capacidad. A su vez, aquellas asociadas a la capacidad, podrían clasificarse en subjetivas (asociadas a condicionantes específicos del sujeto obligado) y objetivas, que son independientes del sujeto. En este último caso, y en algunos del caso anterior, la obligación puede devenir en imposible y, por lo tanto, en inexigible.

Bueno, mejor un ejemplo: si fuera obligatorio, por ejemplo, realizar un prueba escrita para obtener el DNI, la Administración debería facilitar los medios para las personas invidentes (alternativas en Braille o pruebas orales) pues si no lo hiciera, no podrían, subjetivamente, realizarla invalidando dicha obligación.

Un ejemplo de objetivamente imposible es la interpretación que hacen algunos jueces del artículo 96.2 de la Ley 36/2011 reguladora de la jurisdicción social:

Art. 96.2. En los procesos sobre responsabilidades derivadas de accidentes de trabajo [...] corresponderá a [... la empresa, por simplificar...] probar la adopción de las medidas necesarias para prevenir o evitar el riesgo, [...]. No podrá apreciarse como elemento exonerador de la responsabilidad la culpa no temeraria del trabajador ni la que responda al ejercicio habitual del trabajo o a la confianza que éste inspira.

Con un "resultado lesivo" sobre la mesa, ¿es posible probar que se tomaron (todas) las medidas necesarias?, ¿todas?.

Todo este rollo era para explicarles que la Administración se ha impuesto a sí misma obligaciones que, no sabría decirles si objetiva o subjetivamente, no es capaz de cumplir.

En la actualidad es relativamente sencillo echarle la culpa al empedrado y decir que todo deriva de la desaforada profusión legislativa de la Unión Europea, algo objetivamente innegable, pero la tendencia a crear trámites administrativos o inspecciones para las que el propio gobierno no tiene recursos humanos o materiales suficientes, era una acusada tendencia antes de que España ingresara en, la entonces llamada Comunidad Económica Europea, y sigue sucediendo con bastante frecuencia en ámbitos aún no regulados por Europa.

Sin ir muy lejos, las derivaciones administrativas de la Ley 1/2005, de Prevención y Corrección de la Contaminación del Suelo del País Vasco. Una pieza legislativa excelente en muchos aspectos pero lastrada en su aplicación práctica por un sistema de doble intervención administrativa de control público y mediante una entidad acreditada por la Administración que, en lugar de acelerar la tramitación burocrática, la ha convertido en un atolladero.

Es, precisamente, este sistema de entidades privadas acreditadas, que se financian mediante el cobro de tarifas sujetas a las leyes del mercado a los normativamente  obligados a requerir sus servicios, la solución a la que acudió la legislación española, inspirándome claramente en el sistema alemán de TÜVs (Technischer Überwachungs-Verein) que tan eficientemente ha funcionado en Alemania desde hace 130 años.

Así lo recogió la Ley 21/1992, 16 de julio, de Industria. Había terminado yo por entonces tercero de carrera y, al curso siguiente, uno de nuestros profesores de Derecho Administrativo dedicó una clase completa a comentar, en un cierto tono jocoso, un párrafo de la exposición de motivos de la Ley, que dice:

"En el campo de la seguridad industrial tienen un relieve especial las disposiciones referentes a normalización, homologación y certificación; el gran incremento y complejidad de las mismas, en todos los países industrializados, ha supuesto que estas funciones hayan pasado en gran parte a ser desarrolladas por entidades colaboradoras de las Administraciones Públicas y laboratorios privados."

Pero ya mucho antes, el Real Decreto 735/1979 donde se fijan las normas generales que deben cumplir las Entidades colaboradoras fue aún más explícito:

"La diversidad y complejidad de las tareas encomendadas al Ministerio de Industria y Energía en el campo de la aplicación y control de los reglamentos y normas para la .seguridad de los establecimientos industriales y de su entorno, así como las relativas a la calidad de los productos industriales, en orden a la garantía y seguridad de su utilización, aconsejan ampliar paulatinamente el campo de actuación de Organismos o Entidades colaboradoras que por su especialización y posibilidades técnicas y humanas, colaboren con la Administración en la expedición de certificados de calidad, homologación y verificación."

A aquel profesor, un hombre ya de cierta edad, le parecía extremadamente risible que la administración aceptara con normalidad y por escrito que no era capaz de ejercer su función de tutela de la seguridad de los ciudadanos.

Es muy probable, casi seguro, que aquel buen señor nunca hubiera pisado una fábrica. De que no conociera de la extrema complejidad y dificultad de una sola de ellas y, obviamente, ni mucho menos
era capaz de imaginar la absoluta imposibilidad de conocer suficientemente la inmensa variedad de establecimientos industriales existentes en un lugar como Euskadi.

Si un profesional dedicado en exclusiva a la gestión diaria de una instalación necesita un periodo largo para ser efectivo, para ser realmente productivo, ¿cuánto tiempo necesitaría un funcionario para conocerlas todas?, o bien, alternativamente, ¿cuántos funcionarios harían falta?.

Y, claro, no debemos olvidar que los salarios y demás costes asociados a la inspección, revisión y autorización de instalaciones salen de las arcas públicas, las que pagamos todos.

¿Por qué les cuento todo esto y cómo liga todo ello con la cita del principio de la entrada?.

La semana pasada asistí a una presentación en Lakua por parte de la Directora de Administración Ambiental, Alejandra Iturrioz,  el Viceconsejero de Medio Ambiente, Josean Galera, y el Director General de Ihobe, Javier Agirre, al respecto de la orden de ayudas de este año a las inversiones destinadas a la protección del medio ambiente.

La presentación estuvo francamente bien y las aportaciones de Ainhoa Mintegi y de Saioa Ferro, letrada y técnico de la dirección respectivamente, resolvieron muchas dudas, pero mi mayor interés era escuchar la introducción de Josean Galera, el viceconsejero, porque estaba casi seguro que no se resistiría a presentar al menos algunas de sus ideas y programas para la legislatura.

Y sucedió. Y por fin escuchamos a un responsable de la Administración decirlo (aunque es cierto que ya escuché a Xabier Caño, director general de Ihobe hasta 2009, defender en público esta misma idea), aceptar con naturalidad que la clave y la única solución real, para este complejo problema está en la corresponsabilidad. Y, en concreto, es utilizar las certificaciones medioambientales, más en concreto aún, la verificación EMAS como palanca y garantía de que las empresas industriales ejercen, efectivamente, esa responsabilidad.

La base jurídica para esa supuesta dejación de competencias (que no es tal) es evidente: si las entidades homologadas para comprobar los requisitos técnicos específicos, las OCAs (o las ECAs) son competentes, capaces y efectivas para sustituir la tutela que en teoría corresponde a la Administración en materia de seguridad industrial y medio ambiente... ¿merecen a caso menos confianza aquellas otras que dan fe de la gestión ambiental de las instalaciones, certificando conforme a EMAS?

Si de verdad se confiara en esa palabra, "corresponsabilidad" paulatinamente la administración ambiental podría dedicar más recursos a la mejora ambiental, a la concienciación y a la innovación, restándolos de la mera labor de disciplina.

¿Podrá por fin el carcelero disfrutar de la libertad?

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